domingo, 27 de noviembre de 2016

EN EL METRO

RELATO








La veía a diario con el rostro lleno de maquillaje y la mirada vacía de vida mientras atravesábamos cada mañana los oscuros túneles del metro. La sombra de ojos, la mascarilla, la base, la máscara para pestañas, el lápiz y demás apliques apenas ocultaban las consecuencias de la noche anterior. Casi nunca me dirigía la mirada, ni a mí ni a nadie, la tenía lejos, en el lugar a donde querría huir, que quizá fuera muy oscuro.

Su rostro alicaído, de haber visto y vivido demasiado para su edad, no lograba ocultar su serena belleza recién entrada en la madurez. Una belleza enmascarada por surcos de sufrimientos y laceraciones.

Siempre llevaba un libro consigo, que leía con devoción cuando no dejaba vagar su mirada por los alrededores sin pasión alguna o se ensimismaba en la contemplación de su anillo de casada con desoladora concentración. Parecían momentos de disfrute, su pequeña e íntima evasión que la anclaba a la vida.

Era una desconocida, pero sentía una acogedora atracción hacia ella que me impulsaba a hablarle, a entrometerme en su vida, preguntarle por sus pesares e inmiscuirme en sus cuitas, protegerla… Un sinsentido.

Nada podía hacer. Traspasar la barrera del anonimato por sospechas, violentar su intimidad sin saber nada, era una oposición demasiado poderosa, por lo que me quedaba allí mirándola día a día, observando su tétrico desfile de modelos con funestos complementos, escayolas y tiritas que decoraban un conjunto descuidado. El de una mujer que no espera nada ni a nadie.

Sentí impotencia, sentí frustración y sentí muchas más cosas que no eran tan malas. Tenía que ser lo más sutil posible, acorde con la languidez de sus movimientos, para no perturbar los hilos que aún la mantenían en el camino. Decidí entablar un diálogo silencioso, por lo que me propuse llevar el mismo libro que ella leía para compartir la lectura en nuestro breve viaje. A menudo no los tenía, por lo que tenía que comprarlos, algo que hacía de buena gana.

Debía ser una lectora compulsiva, porque cambiaba de libro a una velocidad que no era capaz de seguir, aunque eso no evitaba que yo llevara su nueva elección en un tiempo prudencial para exhibirla ante ella. Observé que gustaba de los relatos románticos y trágicos, especialmente decimonónicos, sobre todo ingleses y rusos.

Lo que al principio eran vagas miradas a una coincidencia agradable, se convirtió en ávida curiosidad. Y las miradas esquivas y escurridizas dieron paso a cómplices sonrisas basadas en el silencio.

Conforme las páginas, los libros y los meses pasaban, observaba sutiles cambios en su aspecto, donde su despreocupado desaliño dejó paso a una discreta coquetería. Cada vez vestía mejor, más elegante y resuelta. En contraste, su maquillaje iba menguando, lo que hacía relucir aún más su rostro, y cada vez eran más excepcionales los días donde parecía ocultar alguna horrenda historia.

Mantuvimos esta codificada conversación durante varias semanas, hasta que decidí dar otro pequeño paso, un guiño arriesgado que quizá se tomara mal, pero al que no quería renunciar. Un día me puse una de esas camisetas horteras con mensajes, encargué varias para una lastimosa pasarela de moda en el metro. En la primera ponía “Tú tienes la llave”, en la segunda “Ánimo”. No sabía cómo reaccionaría y pareció desconcertarla, porque tras este atrevimiento estuvo varios días sin aparecer.




Una semana después, cuando pensaba que la había perdido, que la había fastidiado, volvió a sentarse frente a mí en su lugar habitual en el metro. No me miró en todo el viaje, enfrascada en la lectura de su libro, que en esta ocasión era “Orgullo y prejuicio”. Se levantó de su asiento, como todos los días cuando se acercaba su parada, y abrió distraídamente su chaqueta dejando ver una camiseta con un mensaje: “Gracias”. Lo interpreté egoísta e íntimamente como un gesto de cariño, pero sólo para mi propio consuelo, con agitada alegría.

En ese momento, en vez de dirigirse a la puerta por la que habitualmente salía, se acercó a la que tenía yo más próxima. Apoyó su mano en la barra y miró al frente, indiferente a mi escrutador gesto. No tenía traza de maquillaje alguna en su rostro, que refulgía como nunca. Cuando se abrió la puerta giró su cabeza y me miró con esos ojos que tanto habían cambiado, que ya no miraban resignaciones dolorosas ni pasados funestos, eran ojos llenos de vida, que habían vuelto al presente. Sonrió, pero no como otras veces, no era aquella sonrisa de discreta complicidad que tenía grabada en mi cabeza, era una sonrisa cálida en la que cabían varios universos. Dirigió su mirada a la mano que seguía apoyada en la barra, en la que ya no había ningún anillo, y al soltarla para marcharse dejó ver un post-it pegado.


Cogí el papel con rapidez y ansiedad. Era su número de teléfono y su nombre. Esperanza.


6 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchísimas gracias, Lu. Un placer saber que te gustó. Un saludo.

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  2. Muy buen relato MrSambo.

    Debería tener continuación. Moccia con menos te hace trilogías...



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    1. Gracias, Whoozy! Jaajaja, haremos trilogía, entonces!

      Un saludo.

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  3. Un texto bonito con una imagen de cabecera de uno d mis pintores favoritos…
    Sigue escribiendo relatos.
    Me encanta leerte.
    Gracias y bss…

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    1. Es un pintor excelente, las escenas que coge son tan profundas...

      Gracias a ti.

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