Era un hombre de pocas palabras, era un hombre gris. Es lo
que recuerdo, o al menos es la perspectiva que se me quedó siendo niño.
Su gesto severo y ceñudo, su aire taciturno, su escueta
brusquedad, su eterna melancolía, creaban una tácita distancia sobre nosotros
que respetábamos fielmente. Él parecía estar cómodo así, si bien es cierto que
si en alguna ocasión me tomaba algunas libertades inconscientes por aquello de
mi edad, nunca recibía queja ni reprimenda.
Yo pasaba solo gran parte del día, él casi nunca estaba en
casa. Tenía dos trabajos. Suponía que aquello le vendría estupendamente para no
tener que pasar por el suplicio de andar por casa. Cuando nos veíamos obligados
a estar juntos todo era un poco violento. Al principio yo sólo esperaba que él
dijera o hiciera algo, luego dejé de esperarlo.
No tenía aficiones, cuando llegaba de trabajar prefería
tumbarse, ver algo en la televisión o aislarse con algún periódico o revista
que pudiera conseguir. Le gustaba leer. A veces garabateaba cosas en un
cuaderno, pero dejó de hacerlo.
Casi nunca me hablaba, sólo para lo imprescindible y
funcional, pero nunca me negaba la palabra y siempre contestaba cualquier
cuestión que le planteara con frases cortas y la información precisa.
Sólo en cumpleaños o Navidades me regalaba algo. No eran grandes
regalos, podían ser regalos ridículos incluso, hasta que decidió preguntar qué
quería. Si era muy caro buscaba un remedo, casi siempre insatisfactorio, si no
lo encontraba, no había regalo.
La adolescencia nos separó definitivamente. A su carácter se
sumó mi edad difícil. Le despreciaba. Sus torpes intentos por compensar lo que
fuera me resultaban tan patéticos que ni siquiera me ofendían. Todo aquello que
era incapaz de dar o mostrar, o que se negaba a hacer, era un buen motivo para
ridiculizarle íntimamente o a la cara. Su vulgaridad sí me ofendía, la comparación
con los padres de mis amigos me avergonzaba. Me rebelaba ante aquella falta de
cariño o interés, lo que veía como desdén o desprecio. Sentía que estaba allí
porque no le quedaba más remedio, por un sentido de la responsabilidad o algo
así. Me agobiaba que me tratara como una carga.
Supongo que cuando murió mi madre, todo cambió para él. De
repente me había convertido en un estorbo, una carga con la que estaba obligado
a lidiar…
Se tarda en comprender. De niño ves a los adultos como el súmmum
de la sabiduría y la seguridad, piensas que cada uno de sus comportamientos o
gestos tienen un motivo y que si hay una culpa tiene que ser necesariamente
tuya. Si además no te hablan, esa culpa se hace más honda e íntima, es una
culpa secreta e inconsciente y ante la que poco se puede hacer porque debe
provenir de cómo es uno, de su forma de ser. Nace el rencor. De pequeño intentaba
complacerle siempre, quizá también como consecuencia de la culpa, como consecuencia
de un dolor que compartíamos en la pérdida inconscientemente, luego pasé a la
repulsa.
Siempre fue serio, pero un prometedor escritor, por lo que
decían. Estudió literatura, pero una incierta carrera de profesor y escritor se
hacía incompatible con cuidarme y mantenerme. De hecho, era mi madre la que
llevaba el dinero a casa.
Era evidente que no sabía qué hacer cuando nos quedábamos a
solas. Recuerdo que buscaba algo con lo que pudiera entretenerme entre mis
escasos juguetes, pero su impotencia era manifiesta, así que se evadía como
podía.
Es verdad que nunca tuve lujos, pero pocas veces me negó
nada. No fui consciente hasta mucho tiempo después de lo poco que me había
faltado. Siempre fui bien vestido, siempre tuve el material adecuado en el
colegio y si mostraba interés por algo no tardaba en apoyarlo con una discreción
que me pasó mucho tiempo desapercibida. Sutiles regalos que aparecían como en
secreto, que parecía que habían estado en casa siempre. Una caja de lápices de
colores si me veía pintando, un disco si mostraba interés por la música, un
libro…
Tras perder a mi madre, y mientras encontraba trabajo, tuvo
que vender su preciada colección de libros. Era un lector voraz como
correspondía a su dedicación. Luego, sin comerlo ni beberlo, se encontró en una
situación que le superó.
Simplemente no sabía cómo tratarme, cómo hablarme, no sabía
lo que debía darme. Vivía en el desconcierto. Aquel desprecio, aquella falta de
interés o cariño, era la pura inexperiencia de un chico tímido que ni siquiera ha
aprendido a desenvolverse, un niño más grande que yo. No era el súmmum de la
sabiduría y la seguridad que yo daba por sentado. Vi muchas más veces su rostro
avergonzado de las que yo sentí vergüenza. Al menos pude decírselo antes de que
se fuera, cuando se me cayó el egoísmo adolescente por entre las piernas.
Aquellos dos trabajos no lo mantenían a duras penas. Daban
para más. Sus estrecheces eran voluntarias, gastaba lo necesario e
imprescindible, y sólo lo gastaba en mí. Una generosidad y un amor que yo
interpreté como falta de aficiones o intereses…
Cuando cumplí la mayoría de edad, descubrí la cuenta que
había estado inflando con sus ahorros. Tuve toda la carrera pagada, con gastos
moderados incluidos… y más.
Ese hombre al que apenas conocí se había negado la poca vida
que le había quedado tras la muerte de mi madre para que yo tuviera un futuro
que él no vería. Jamás se arrepintió de nada.
Era un hombre de pocas palabras, era un hombre gris. Sus
actos hablaban por él, y ¡joder, cómo brillaba esa elocuencia!
Ahora soy profesor de literatura.
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