viernes, 10 de noviembre de 2017

EL SUEGRO

RELATO










Veo a mi suegro por todas partes.

Mi suegro era un tipo raro, pero sobre todo siniestro. No podía evitar serlo. Te miraba, bueno, me miraba, como si sospechara que fuera un asesino en serie. Era de esas personas que siempre están vigilantes, que se mueven con sigilo, que siempre tienes en la espalda al darte la vuelta. Yo estuve con taquicardias desde la primera semana en la que vino a vivir con nosotros.

No exagero. Al darme la vuelta, fuera lo que fuese que estuviera haciendo, allí estaba él, a pocos metros, sin decir nada, escudriñándome, apuñalándome con esa mirada oscura suya en la que parecía querer hacer flotar algún objeto centrada en mi, justo antes de girarse para marcharse de allí sin decir nada tras mi habitual sobresalto. Tanto es así que esto creó en mí una psicosis, una obsesión con el paso de los meses, en la que hacía todo asumiendo que él estaría allí. Cuando iba a salpimentar un filete, ahí estaba él, cuando hacía zapping, ahí estaba él, cuando iba a darle un travieso pellizco a mi mujer, ahí estaba él, cuando salía de la ducha, ahí estaba él… Ahí. Ahí. Ahí.

Me parecía oírlo en todo momento, espiando, flotando por el suelo, deslizándose entre las habitaciones por las noches, en el silencio nocturno.

Vino a vivir hace un par de años con nosotros, tras enviudar y padecer una grave enfermedad de la que salió airoso. Aceptó a regañadientes ante la insistencia de mi mujer, y jamás se esmeró lo más mínimo en disimular la antipatía que me tenía. Apenas me hablaba y mis patéticos intentos por entablar conversación y procurar cambiar su actitud eran contestados con confusos mugidos, gestos despectivos o silencios espectrales.

Solía dirigirse a mí indirectamente y siempre para despreciarme o ridiculizarme delante de mis tres hijos con frases del tipo “no como vuestro padre, que jamás ha cogido un arma”; “no como vuestro padre, que jamás ha vivido una guerra”; “no como vuestro padre, que es un pendejo”…

Mi mujer decía que en el fondo me quería mucho, pero que él era así con todo el mundo, algo arisco, poco dado a los gestos cariñosos, y que, al fin y al cabo, debía sentir que yo le había robado a su pequeña… Esto era completamente incierto, ya que se deshacía en amabilidad hasta con el dentista al que le llevé para que le hurgara en sus caries y cada semana nos obligaba a llevarle a la casa de su otra hija para ver los partidos con su “querido yerno”.

Mi vida era maravillosa hasta que llegó. Renuncié a todo y me quedé en México tras conocer a mi mujer en un viaje de trabajo. Todo iba genial. Me integré casi de inmediato, no fue difícil entre esta gente que tiene una pureza y franqueza espontanea, una acogedora hospitalidad que les sale con absoluta naturalidad, en especial con los españoles. Estaba convencido de que había tomado la mejor decisión de mi vida…

Él murió dos semanas antes del Día de Muertos. Nunca me he alegrado de una muerte. Tampoco he entendido los rituales que se hacen aquí en México sobre el tema, esos desfiles, esos disfraces, esa alegría, pero con la muerte de mi suegro, y tras cumplir unos días de respetuoso duelo, me lancé a las calles pintarrajeado hasta arriba para imbuirme salvajemente de todo aquel espíritu, una espiral desenfrenada que me llevó de un sitio a otro de la ciudad, contagiándome del tono festivo con el que viven estos días y que tan bien encajaba con mi estado de ánimo en aquel momento. En la muerte me sentí más mexicano que nunca.

Me sentí rejuvenecer. Viví para gozar. La vida era bella, volvía a sonreírme. La paz regresó a mí, comencé a sentirme dueño de mi casa otra vez, volvía a estar relajado, a gusto en mis zapatos. Todo fue extrañamente rápido, sin apenas tiempo de adaptación, como si mi cabeza hubiese eliminado a aquel hombre automáticamente, como un mecanismo de defensa. Hasta hace unos meses.

Ese fatídico lunes había trascurrido con la acostumbrada placidez, pero a las nueve de la noche todo empezó a fluir a cámara lenta. Los pasos de mi hijo de siete años entrando en el salón, el balón botando parsimoniosamente, su cara tornándose agresiva y delatando sus intenciones, su postura imitando a Cristiano Ronaldo, su golpeo sin contención ni mesura, la maquiavélica trayectoria que cogió aquel balón, el impacto con la urna de porcelana donde descansaba el abuelo, el nuevo impacto de la urna contra el suelo para resquebrajarse en un montón de piezas desperdigadas que ya no atrapaban nada, la ceniza flotando por todos lados, dirigiéndose a todas las habitaciones por culpa del ventilador y las ventanas abiertas para facilitar las corrientes que nos refrescaban este veranito…

Mi mujer se quedó perpleja, sentada con la boca abierta mientras las cenizas se le impregnaban en las cejas y el rostro y le encanecían el cabello… se le echaron encima 30 años de golpe a la pobre.

Yo me sacudía en escrupulosos espasmos, como si me atacara un furioso enjambre de abejas, mientras el niño se carcajeaba histérico viendo revolotear a su abuelo por las estancias.

No he vuelto a dormir. Creo que me vigila por todos los rincones, que está presente en todas las habitaciones. Cuando abro los ojos veo los suyos en el techo, en las paredes, cuando me ducho lo veo salir del desagüe, no puedo acercarme a mi mujer porque sé que me observa…


Desesperado, he propuesto a mi mujer que nos mudemos, pero ella ha dicho que ahora nunca podría abandonar aquel hogar, sabedora de que su padre se ha fundido con él… Y aquí estoy, de inquilino en la casa de mi suegro, que finalmente ha conseguido apropiarse de ella.


4 comentarios:

  1. Genial........sin duda muchos hemos tenido un suegro así.
    Un saludo

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    1. Gracias, Víctor, me alegra que te haya gustado. Un saludo

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  2. Buenísimo, mucho clima y te lleva a leerlo entero... Saludos 🙋

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