jueves, 1 de marzo de 2018

Crítica EL HILO INVISIBLE (2017) -Parte 2/3-

PAUL THOMAS ANDERSON











Magistrales estudios psicológicos.


Woodcock quedó bloqueado, enganchado, en la infancia, esa en la que perdió prontamente a su madre, autoritaria, pero que lo cuidaba. Ese complejo, esa sensación de vulnerabilidad tras la pérdida de su madre, el modisto la condujo a través de su trabajo y con una vida estricta y organizada, obsesiva, donde el control lo es todo. Una coraza que tiene algo de miedo a vivir, a salir de la burbuja (esa mencionada maldición). Miedo a vivir escondido tras su talento, y otras cosas. Todo lo que no sea placidez y su ordenado mundo le perturba. Para él, sentir es conflicto. Es una burbuja de seda, llena de lujosas telas, donde él se siente seguro, en una labor que aprendió de niño, que él controla y domina. De ahí esa exigencia y perfeccionismo. La adultez es para él una ficción, una barrera creada que impida a la vida entrar, agarrándose a su responsabilidad a través de la exigencia y obsesión por el deber. Es un niño en un elegante traje hecho a medida de adulto, en el que sus comportamientos, bien vestidos, no ocultan su esencia infantil: es caprichoso, como demuestra el flechazo hacia Alma, que ha tenido con otras muchas antes, así como el aburrimiento que le sobreviene cuando se cansa de su juguete, su musa; huye de las incomodidades, los conflictos y las molestias, todo aquello que le supone una responsabilidad más allá de su trabajo, que es donde se exprime; tiene pataletas de niño pequeño cuando las cosas no le salen bien o no le gustan, cuando se siente atrapado (como ocurre una vez casado), recurriendo a la figura de poder (su hermana), para que lo solucione todo… No sería raro que Paul Thomas Anderson hubiera leído a gente como Alice Miller en detalle.






Una relación materna que entendemos con un par de fogonazos, un comentario en la primera cita de la pareja, la aparición en el estado febril y poco más. Ella le enseñó a coser, le enseñó su profesión. Su carácter obsesivo viene de allí, de su educación, de no saber conducir su pronta ausencia, de su afán por complacerla, por complacer a ese carácter materno autoritario… Woodcock cose como un acto de amor y reivindicación hacia su madre en cada puntada.




Todo esto lo va entendiendo Alma con una lucidez proveniente de su inteligencia y sensibilidad, puro amor hacia esa persona que le fascina. Es el infinito universo íntimo de las parejas, cada una con sus reglas, normas y juegos, juegos cómplices, cómplices mentiras.

Lo que vemos es, por tanto, el proceso y desarrollo de un aprendizaje impulsado por el amor para descodificar a la persona amada, a un genio, a su pareja, entenderle para llegar a él derribando o penetrando en sus barreras, complejos, perturbaciones, taras...

Alma es distinta a todas las chicas con las que ha estado Woodcock, aunque él aún no lo sepa. Es extraña y decidida, una suavidad firme, que no se siente incómoda ni intimidada (capaz de aguantar los largos silencios y miradas fijas sin problema alguno), por ese hombre que le gusta, del que se enamora. No está dispuesta a ser una más, ella es la excepcionalidad y viene a demostrarlo. Esto perturba a Woodcock, esa elegantemente desafiante chica que hace tambalear las manías y rutinas del modisto. Hay algo de sutil descaro, de sutil y pícaro reto en ella, incluso cuando su enamorado se pone siempre a favor de Cyril, su hermana. Nunca parece haber ofensa que la haga titubear en su amor.



Cuando Woodcock acepta comer conscientemente esa envenenada tortilla de setas, entiende también lo que ella entendió, deja de resistirse a algo que desea. Volver a ser el niño que no pudo ser, sentirse como debió y quiso sentirse, sentirse cuidado, protegido, vulnerable. Ser como el niño aquel que se crió con una madre severa, que seguramente no terminó de apreciarle, que no vio su éxito, ese que nunca es suficiente para él, buscando ese reconocimiento que jamás llegará. En la enfermedad puede regresar a aquello, pero disfrutando del afecto, pudiendo abrirse, abandonándose, abriendo las puertas de sus barreras, como le vemos hacer en la petición de matrimonio… Alma pasa a ser el hilo invisible, perdido, buscado y, finalmente, encontrado. En ella encuentra a la madre que perdió o, más bien, le hace reencontrarse con un sentimiento que necesita.





Es por ello que sólo se relaciona con mujeres, es con las únicas con las que se siente cómodo, mientras que con los hombres su relación es brusca, airada, incómoda (manda a la mierda al doctor Hardy, al que luego lanza indirectas poco amables y caballerosas, incluso ridiculizándole en comentarios a lady Baltimore, que lo tiene como ahijado). Todo su equipo de costureras, su hermana, sus amistades, las chicas que coge como musas y sus clientas son las personas con las que se relaciona y se siente cómodo. Todo mujeres. Demuestra ese contraste en la fiesta donde se reencuentra con el doctor Hardy (Brian Gleeson) y lady Baltimore, comportándose extrañamente y recordando al médico que lo mandó a la mierda, mientras hace comentarios a lady Baltimore sobre sus ojos ridiculizándole. Una lady Baltimore (Julia Davis) que, por otro lado, parece una mala pécora, malmetiendo a Woodcock sobre Alma, aspecto que no molestará al modisto, habida cuenta de la confianza que tiene con ella.

Así que ese de ojos chistosos es tu ahijado”.




La relación más poderosa de Woodcock es con su hermana, que él llama “vieja amiga”, un personaje fascinante. Impecable Lesley Manville encarnando a Cyril, en un papel frío, distante, aterrador, petulante, prepotente, amenazante y a la vez humano y comprensivo. Extremadamente civilizado. Con un gesto hierático y sobrio transmite la amplia gama de sentimientos que necesita. De alguna manera ella es la reencarnación de su madre, donde podemos atisbar el trato que recibió y al que está acostumbrado. Ella lo controla y somete, de igual forma que lo respeta y lo quiere. Es gélida, y entre ellos se nota un sincero aprecio, de igual forma que la incapacidad para transmitirlo. Cyril, la hermana, conoce a su hermano a la perfección, hasta tal punto que no sabemos dónde comienza y termina su necesidad de posesión y protección. Woodcock, por su parte, preguntará siempre por ella (por ejemplo el día en que Alma decide darle una sorpresa preparando una cena íntima para ellos dos solos), es su muleta, su protección, ese escudo que lo protege y evita enfrentarse a lo desagradable. Sin ella parece atemorizado, miedoso, incómodo, por lo que saca lo peor de su carácter.




Cuando una vez casado, rutina mediante, todo le moleste de Alma, irá a quejarse como un niño pequeño a su mamá (de nuevo la infancia), a que le saque las castañas del fuego, una vez que ese nuevo elemento le perturbe. Sabe que cuando se cansa de sus musas, su hermana se deshace de ellas (como vemos en la primera secuencia con la chica que desayuna con ellos, a la que sustituirá Alma, incluso en el lugar de la mesa, poco después), pero ahora la cosa es más difícil debido al compromiso. Su forma de comer, su presencia, su voz… todo le molesta porque altera su rutina, porque le saca de su confort, porque una vez llega al límite es en lo único que puede conducir su ira, en Alma (es brutal ese plano en las montañas, como si el acto de casarse pesara ya como una losa sobre Woodcock). Esto lo retrata Anderson con ese plano donde mantiene nítido a Woodcock en su queja a su hermana, mientras aparece esa sombra que tanto le perturba, Alma, desenfocada en segundo plano.





En su estado normal no puede renunciar a la responsabilidad, no puede renunciar a sus manías, sus rutinas, sus obsesiones, su orden, porque es lo que le mantiene sereno, centrado, alejado de la vida, de los sentimientos, encerrado en un universo estricto autoimpuesto, que es como una droga o adicción. Es por ello que necesita un mundo ordenado e inamovible, un inmovilismo que le lleva a ir quedándose obsoleto en cierta medida, como comprobamos cuando una clienta lo abandona por otro modisto más “chic”, despertando la ira incontrolada de Woodcock. Por este motivo necesitará un acto radical que salga de alguien ajeno.

“¡No empieces a usar esa sucia palabra! ¡Chic!

Cuando el efecto sanador de la enfermedad, de la vulnerabilidad, pase, volverá, por inercia, a su comportamiento habitual. Le molestará todo, no soportará a esa persona que amenaza con romper su rutina, buscará motivos para la queja, manifestará su arrepentimiento por el matrimonio… pero a la vez la necesita.






Antes del envenenamiento tendremos una pista. Esas depresiones en las que cae Woodcock y en las que Alma se siente feliz porque puede mimarle, porque él se deja hacer, se hace más accesible, más cálido. Es por ello significativa esa escena en la que Alma se ofrece a conducir por Woodcock, cediendo el control, ese al que tiene tanto apego. Observen cómo esta frase de Alma ofreciéndose a conducir por él viene justo después de oír a Woodcock decir “Déjame hacerlo” durante el pase de modelos, del que sale saturado. No hay puntada sin hilo, nunca mejor dicho. Son depresiones producto de la fatiga y el cansancio, de una impostura autoexigida en la que debe mantener el control siempre y que necesariamente terminan por dejarle exhausto. De alguna manera el coche es una especie de alivio, de burbuja donde ausentarse de sí mismo (observen también la sutileza de Anderson, iniciando un zoom hacia ella en el coche mientras va dejando desenfocado a Woodcock). Allí es capaz de cierta rebeldía, acelerando imprudentemente, para diversión de la chica, como vemos en varias ocasiones, o cediendo el control cuando no puede más consigo mismo. Alma no tardará en entender lo qué quiere y busca, porque no está dispuesta a alejarse de ese ser que la complementa (ver esa escena donde un airado Woodcock se enfada por la interrupción de Alma, que en su traviesa y resignada comprensión rectifica como si tal cosa, entendiendo que ya no admite cuidados, escena en apariencia intrascendente que es importante, porque marca el contraste, el motivo por el que acometerá los envenenamientos). Ella es todo Alma, como su nombre indica, mientras que él es sólo cabeza y frialdad. Se fundirán envenenándose. Es magistral el momento del segundo envenenamiento, con Woodcock pintando y ella preparando la tortilla, con la asunción de la realidad, con la aceptación y confesión…

Bésame, mi niña, antes de que enferme”. “Déjame hacerlo”. “Déjame conducir por ti”.







Es fascinante, porque en esa complementación, el uno al otro se inoculan otro veneno, que de alguna forma los hace dependientes. Lo vemos en Woodcock, cómo en un pase de modelos en el que lo pasa mal, en el que está agobiado, sólo tiene ojos para mirar a Alma, que además se sabe observada (en plan Psicosis), o en ese Fin de Año que siente celos y soledad, angustia, remarcados en esos planos a distancia en la casa tras la discusión (mezclados con algún primer plano remarcando las emociones), ante el descaro de ella de marcharse a la fiesta, en un hermosísimo momento dentro de un marcado contraste formal, el jovial colorido de la fiesta y la felicidad contra la oscuridad de las sombras que bañan a Woodcock. Ella es la rebeldía, el no sometimiento, el reto, desde el primer momento, algo que a él le seduce. Un momento hermoso ese reencuentro, inundado de música (siempre piano o violín), como una señal de que los pensamientos y sentimientos los embriagan, ya que no se dicen nada.






Una complementación radical, donde Alma, ese nombre con tanta sugerencia, dotará de él a ese hombre que toma medidas y viste cuerpos, maestro de la fachada y la apariencia. Él la vestirá por fuera, mientras que ella armará su interior.

Y es lo que necesitan, porque Woodcock necesita salir de su bloqueo, de su prisión infantil y su mundo burbuja, como ella necesita superar sus complejos físicos, que verbaliza explícitamente explicando lo que consideraba imperfecciones. Asumida imperfección que es perfección para él. Una redención mutua.

Nunca me gusté a mí misma. Pensaba que mis hombros eran demasiado anchos. Mi cuello delgado como el de un pájaro. No tengo pechos. Sentía que mis caderas eran más grandes de lo normal y mis brazos demasiado fuertes…”

Hagas lo que hagas, hazlo con cuidado”.






Alma va analizando, como una ajedrecista, toda la situación, alcanza el corazón de ese hombre desde el análisis cerebral y psicológico del mismo. Lo que es fascinante. Inasequible al desaliento, pase lo que pase. La sutil búsqueda de transformación en él, dando puntadas a un traje emocional a medida para romper sus muros, para que encajen como un guante, en acoplamiento perfecto. Y la necesidad que va adquiriendo ella de sentirse necesitada, la idea de dependencia mutua. Se frustra cuando sus avances se vienen abajo, cuando lo que creía un paso definitivo se vuelve intrascendente: Fíjense en la escena tras la noche en la que Alma le quita a Barbara, la cliente borracha, el vestido que le hizo Woodcock, despertando en él un arrebato amoroso, esa mirada enamorada en segundo plano al fondo, siendo el principal punto focal, con la mano de Woodcock desenfocada en primer plano. Obnubilada, esperaba una mayor cercanía, y aunque le gusta verle vigoroso, vuelve a sentirse en segundo plano con respecto a su trabajo y la llegada de esa princesa que viene a ser engalanada con un traje de novia por él. De ahí que surjan esos celos, cierta envidia, la necesidad de reivindicarse (hasta plantarse delante de la princesa para presentarse en un marcado contraste, ella de oscuro y la princesa de claro), que vuelve a tener algo de reto, y la sensación de sentirse desplazada.







Es excelente verla empoderarse frente a Cyril en la enfermedad de Woodcock, donde siente que puede coger por fin las riendas, actuando casi como dueña de esa casa, calcando casi cada palabra de la hermana de su amado.






O en la pelea que tiene la pareja, donde la frustración es mayor aún. Una cena romántica preparada por Alma, pensando que podría ser el punto culminante a su relación, lo que rompiera definitivamente las barreras de Woodcock, que se relajara, y además poder disfrutar de él sin la intromisión de otras personas, que es mal aceptada por el modisto. Una escena donde se los ve más humanos, donde se rompe esa asepsia contenida de sentimientos, donde vemos estallar a Woodcock, donde se rompen convenciones y poses, donde se recrimina ese mundo de convencionalismos, orden, obsesión, manía, reglas y muros de todo tipo construido por él, en busca de esa temerosa protección por todos lados, como si se sintiera amenazado fuera de su coraza de sedas y telas de primera calidad, de su privacidad y de su hermana (menciona ese miedo, con apelaciones a un arma, a la posibilidad de que lo mate), revolviéndose ante esa situación casi rabioso… Todo en estricto plano-contraplano marcando la distancia entre ambos, sin vínculo. Y sin música.

Porque Woodcock abomina de enfrentarse a lo que le incomoda, sólo parece estar aceptablemente estable en la asepsia.







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