Al despertarme vi al mismísimo Capitán América a los pies de
mi cama.
Con tranquilidad, me desperecé, froté los ojos y parpadeé
varias veces, porque esa no es la visión habitual que suelo tener a las 8 de la
mañana… pero ahí seguía. Tenía su malla pegada a su musculoso cuerpo, su casco
y su escudo. Levantó un dedo señalando al fondo de la habitación y dijo: “Actúa
en consecuencia”.
Sí, ya sé que como sueño suena realmente friki, pero no os
puedo mentir.
No quise darle mucha importancia, pero una semilla comenzó a
geminar en mi cabeza. No paraba de darle vueltas a aquello,
porque la imagen fue completamente real y vívida, demasiado para ser un sueño.
Quizá mi subconsciente estuviera diciéndome algo...
Aquel lugar hacia el que señalaba era el que tenía destinado
a mi colección de cómics. Yo era un friki algo solitario con una vida bastante
desahogada, económicamente acomodado gracias a las viñetas que dibujaba. Era
feliz en mi moderada soledad, en mi absoluta libertad ajena a responsabilidades,
pero tras la aparición de Steve Rogers empecé a escuchar el eco lejano de una
insatisfacción, de un vacío. Relacioné aquella aparición con todo eso, como la
manifestación de un sentimiento de culpa, como la necesidad de aportar algo
más, dar algo al resto. Quizá tenía que parecerme a un superhéroe, quizá debía
aplicar a mi vida ciertos valores de esos personajes que me fascinaban…
De entrada era lo opuesto a un superhéroe. Desde luego no
tengo nada que se parezca a un súper poder, ni siquiera una habilidad especial,
más allá de lo de las viñetas. No soy alto, no soy musculoso, soy más bien
torpón, de hecho el deporte es algo que me da bastante alergia, en el traje
ajustado sólo destacaría mi cuidado y fláccido michelín, que es una desgracia
como otra cualquiera, es decir, que no destaca ni como michelín en sí mismo, y
tirando a feo… bueno, soy feo. Aunque simpático.
Pasaron los meses y fui planificando y pensando cómo
hacerlo, y opté por lo más sencillo para desde ahí llegar a algo que mereciera
la pena. Al terminar el verano me lancé a las calles, me fijé en mi prójimo y
opté por frecuentar los supermercados que quedaban cerca de mi casa. Allí
trataba de ayudar a los ancianos, a las personas con dificultades para llevar la
carga de su compra, pero mi torpeza en el trato hacía que aquello no siempre
terminara bien. Al verme con las manos extendidas y el rostro ansioso en mi
voluntarioso propósito, muchos salían despavoridos, convirtiendo su renqueante
transitar con las pesadas bolsas en un vigoroso y enérgico (además de
sorprendente, debo añadir), paso que era capaz de dejarme atrás. Otros pedían
auxilio en su huida y alguna señora me atacó con gas pimienta. Me consolaba
pensando que con los que salían corriendo cumplía mi propósito en cierta
medida, al ahorrarles tiempo, aunque la idea era ahorrarles también el peso. Al
practicar esto en los hospitales las consecuencias fueron aún peores…
No siempre iba mal, cuando aceptaban mi ayuda casi siempre
trataban de recompensarme en un sincero agradecimiento. Una taza de café, un
vaso de agua, un bizcocho... de señoras, señores y ancianos. Una anciana me
propuso resignadamente sexo. Dijo: Supongo que después de esto tendremos que
acostarnos. Salí de allí corriendo… una vez consumado el acto.
Niños marginados, enfermos, personas mayores o solitarios…
eran mi particular clientela pasado cierto tiempo. Descubrí que la soledad era una de las claves,
que tenía la capacidad de aliviar ese pesar, que quizá ese fuera mi poder. Como
a los escritores inquietos, las ideas me asaltaban en la cama y me obligaban a
salir de ella para anotar nuevas formas de ayuda que se me ocurrían, porque
aquello parecía que me hacía sentir mejor, que acallaba aquel eco de aquel
vacío, de aquella culpa, de aquella insatisfacción. Eso que no quería reconocer.
Mi ambición fue frustrante. Con los meses, mis propósitos
eran cada vez más ambiciosos, quería ayudar a gente cada vez más necesitada,
con lo que los fracasos se sucedían. Los enfermos morían o no recordarían
jamás, los depresivos no mejoraban. Desde luego no iba a ponerme a estudiar
medicina o psicología, porque de hacerlo nada cambiaría, aquello seguiría
pasando. Convertí la primigenia idea de ayudar y aliviar en la necesidad de ser
una especie de deidad infalible. Ese malestar acabó escenificando una sorda
realidad. Aquello era otra huida. Buscaba los imposibles, y si por casualidad
los alcanzará, buscaría otros más inalcanzables para poder seguir huyendo.
Mi reflejo era bien intencionado, pero patético. No era un
héroe, jamás me quedaría bien ese traje tan ajustado. Era un cobarde, un Peter
Pan que huía.
Con diciembre recién comenzado y la Navidad a las puertas, decidí
tomarme un tiempo, pensar un poco en mí. Y me fui a una tienda a comprar la última figura del
Capitán América.
Se llama Marta. Tiene un hijo con el que hacía buenas
migas. Estuvimos saliendo dos años. Busqué excusas por las que enfadarme cuando
propuso un compromiso mayor. La abandoné cuando su hijo enfermó, una enfermedad
algo rara. Aquello me superó. Una historia poco heroica.
Al crío le hizo ilusión verme cuando ella me dejó entrar. Estaba muy recuperado. Le
di la caja con la figura del Capitán América, que era su superhéroe favorito,
como regalo de Reyes… y espere por si tenía la suerte de recibir mi perdón.
A ver si hay segunda parte y sabemos si hubo perdón!!!!
ResponderEliminarJajajaja yo también me quedé con la intriga. Muchas gracias y un saludo!
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