miércoles, 8 de noviembre de 2017

SOLDADOS

RELATO












Llovía con parsimonia, el espeso manto de nubes grises ejercía de paraguas evitando que los rayos del sol pusieran sus zarpas en la paciente tierra, lo que ocurría intermitentemente, en una contradictoria indecisión, cuando aquellas dejaban algún resquicio.

Algunas gotas quedaban colgando agónicamente en el regazo de la letra C, intentando no caer al abismo, pero otras las abrazaban preñándolas y condenándolas a precipitarse hacia el suelo para secarse y convertirse silenciosamente en la nada. En la nada, como le ocurría lentamente al cuerpo tras el mármol que observaba el hombre silencioso embutido en su oscuro abrigo.

Era un testigo impertérrito de todos esos ritos y costumbres, de esos contrastes que él, tan ajeno a todo ello, parecía representar en lo más hondo y secreto de su ser. Esa era la duodécima sepultura que visitaba. La última que tenía que visitar ese día. Carlos ponía en la lápida.

Llegaban atenuados por la hora y la lejanía los ecos de las fiestas y desfiles a aquel lugar donde islotes familiares desperdigados decoraban tumbas con velas y flores, en una de las muchas aparentes discordancias de esas fechas. Jolgorio y duelo, alegría y hondo pesar por los que ya no están, tétricas máscaras y siniestros maquillajes ocultando emociones en un ambiente donde el olor a tierra mojada se fundía con el de pan de muerto recién hecho. La grisura que todo lo envolvía iría matizándose con la nostálgica iluminación de las velas que comenzarían a prenderse sobre la mayoría de las tumbas, pero en la lápida intensamente escudriñada por el hombre silencioso no había adorno alguno.

A ellos nadie iba a velarlos nunca, nadie pensaba en ellos, nadie los echaba de menos, y si alguna persona los recordaba seguramente creería que están donde mejor podían estar. Su desaparición era como un suspiro en la intimidad de un olvido, algo que solamente les importó a ellos mismos segundos antes de perecer. Y a él.

En sus visitas a las ciudades donde debía trabajar, repartía su tiempo perfeccionando los últimos detalles que ya tenía planificados de antemano y visitando fielmente los mausoleos, cementerios o lugares apartados y escondidos donde descansaban aquellos cuerpos. Acudir a las tumbas de su pequeño ejército de muertos era también un ritual contradictorio que él no podía ni quería evitar. Un ejército que cada año aumentaba en número, que esa misma noche volvería a crecer.

Le gustaba la quietud, el silencio, la soledad de esos lugares, que entroncaban perfectamente con su propio ser. Con su vida solitaria. Allí podía entablar el diálogo que en vida era imposible. Oírles, escuchar sus quejas, sus reproches, los anhelos de esos seres interrumpidos antes de tiempo. Nunca faltaba a su cita, pasara lo que pasase, con una disciplina auto impuesta que tenía mucho de sacrosanta.

Allí, en cambio, ese diálogo se hacía  más difícil, pero le fascinaba. En México visitaba a doce de sus soldados, era el lugar donde más tenía, aunque los había por todo el mundo. Sentía especial predilección por aquel lugar donde la inocencia más genuina miraba de frente a la depravación más radical, donde parecía forjarse la frontera de todo. La mayoría de aquellos soldados habían muerto de un disparo, rápido, certero, como un susurro de despedida. Aquel ante el que estaba había sido degollado.

No sabía nada de ellos, no quería saberlo, pero eran parte de él, lo poseían, se apoderaban de lo más íntimo de su ser porque él quería que así fuera. Lo necesitaba. Necesitaba demostrar su respeto, honrarlos en su particular celebración para huir de la redención. En vida tan solo eran documentos, dosieres, unas páginas frías, objetivas, muertas; una vez muertos se le aparecían vívidos, como si aquel recipiente inerte se llenara de vigor, de energía, de existencia. Sus fotos se transformaban de meros retratos a lo que de verdad eran: un refugio donde se resguardan los recuerdos.




El cementerio se iba llenando poco a poco, ese lugar de retiro, de reflexión, de temor, iba convirtiéndose en un sitio de reunión, de alegría. De repente pareció salir de su ensimismamiento. Era el momento de marcharse. Se dirigió a la salida mirando de reojo a uno y otro lado, observando cómo las familias detonaban en los sepulcros y las tumbas una bomba de colorido que florecía a su paso. La lluvia había cesado, como si quisiera guardar respeto a la celebración pidiendo al sol ya cansado que embelleciera la escena.


Se paró en la puerta, cerró los ojos y respiró hondo. Dejó que el aire rejuvenecido entrara en él y lo expulsó lleno de su propia putrefacción. Se palpó el lado izquierdo del pecho distraídamente para comprobar que el arma estaba en su sitio. Ya estaba preparado para reclutar a su nuevo soldado. 


4 comentarios:

  1. Me ha gustado muchísimo este relato. A ver q hacen los jueces de Zenda.
    Suerte.
    Bss

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    1. Me alegro mucho, Menuda! Espero les guste como a ti!

      Besos!

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  2. Cuando un relato está logrado, llegas al giro final y tienes que releer algunos párrafos para comprender las pistas que el autor te ha ido dejando. Entonces todo cobra otro sentido y sabes que es un muy buen relato. He tenido que volver atrás y releer varios párrafos. ¡Suerte!

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    1. Me alegra de alegría que haya sido así y te haya gustado, Amiguete Lester. Un abrazo fuerte.

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