sábado, 6 de enero de 2018

EL VECINO

RELATO










Siempre estuve convencido de que mi vecino era Papá Noel.

Es uno de los recuerdos más intensos y hondos de mis vacaciones navideñas en la infancia. No sé cómo surgió la idea, el pensamiento. Supongo que el influjo de las fechas, el deseo. El caso es que me quedaba embelesado, hipnotizado, viéndole trabajar, cuando salía en soleadas mañanas a rastrillar su jardín o cortar el césped, a quitar la nieve acumulada en la puerta del garaje o a podar su pequeño abeto… Su movimientos eran pausados, pero seguros y firmes, poderosos. Siempre con su abundante y perfectamente recortada barba blanca y su abrigo rojo para resguardarse del frío que siempre hace aquí en invierno.

Es cierto que su aspecto ayudaba a que mi imaginación infantil se disparara, pero no fue eso lo que reafirmó mi convicción sobre su verdadera identidad. Aquello sólo aumentó las sospechas. Nada más. Era todo lo que le rodeaba, ese aura de misterio, su comportamiento y todos aquellos sucesos que se agolpaban cuando se acercaba la Navidad.

Nunca miró hacía mi ventana, al menos nunca me percaté de ello, por eso se me hacía una obviedad que tenía poderes. Parecía saber perfectamente cuando le observaba, y bromeaba conmigo poniendo mensajes en la nieve, para que los leyera. Siempre el mismo: Hola, chaval. Su sonrisa posterior le delataba.

Los niños no paraban de acudir a su puerta, lo que era un misterio para mí. Entraban en lo que debía ser un paraíso de juguetes o fantasía, y al cabo de un tiempo volvían a salir como si tal cosa.

Muchos camiones paraban frente a su jardín, cargando y descargando paquetes grandes y pequeños, algo que era más frecuente cuando se aproximaba la Navidad. Tenía un trineo magnífico que siempre estaba por el jardín, salvo cuando llegaba la Nochebuena.

Todo encajaba de una forma sutil, cotidiana, perfectamente secreta y natural, que evidentemente pasaba desapercibida para la mayoría, pero que yo veía claramente.

Nunca se fue de mi memoria aquel vecino tan cercano, ni siquiera cuando dejamos de ir allí en vacaciones. Lo recordaba en cada Navidad, sabía que me visitaría, aunque no lo viera. Con los años mi certeza no mermó, sólo se convirtió en un eco. Una idea bonita.

Evidentemente, siendo adulto, mi cabeza sabía que aquello no era así, no por las coherentes explicaciones que me dieron de todos esos misterios, sino porque la inocencia se va desvaneciendo sin darnos cuenta, va cediendo su sitio, gota a gota, al cinismo. A pesar de ello, más allá de la lógica de la cabeza, yo mantuve el rescoldo de la ilógica caótica del sentir, un sentir que era igual de firme que en mi infancia. La vulgar realidad no iba a destruir ni desmitificar aquellos recuerdos e ideas, ni a explicar la imaginación, lo único que logró fue acrecentar mi curiosidad por aquel hombre.

El anciano de barba nevada y abrigo rojo que trabajaba en el jardín era un prestigioso experto en seguridad casi retirado que no pudo evitar la muerte de su hijo en un accidente. Aquellas circunstancias que tan extrañas me parecían de pequeño tenían sencillas explicaciones. El hombre barbado daba clases en su casa, de ahí que acudieran tantos chavales a llamar a su puerta. Aquellos camiones que iban y venían con paquetes de todos los tamaños, eran los envíos y encargos que pequeñas empresas mandaban para que revisara la seguridad de sus productos. Muebles, piezas de cocina, incluso juguetes, que él testaba esporádicamente… En la época navideña simplemente había más demanda. La víspera de Nochebuena se ausentaba junto a su mujer para pasar un par de días en la casa de los padres de ella, como una especie de tradición o ritual que hacían todos los años. Guardaba el trineo en el garaje cuando marchaban…

No había misterio. Todo era muy lógico, muy sensato, poco mágico. Pero todo eso sólo era el mediocre envoltorio. Aquel relato convencional sólo parecía existir para intentar negar lo excepcional. Siguiendo aquellas huellas en la nieve, rascando en el hielo del recuerdo, descubrí la magia de aquel señor, de aquel Papá Noel.

Todos los años, aquel hombre pasaba la Navidad con los padres de su mujer junto a su familia en una casa ahora desierta. Ahora el hombre iba ocasionalmente para mantenerla lo más limpia y decente posible, porque la mujer parecía recobrar la vitalidad en el hogar de su infancia cuando la llevaba por esas fechas. Iban allí porque es lo que hacían cuando su hijo vivía. Aquel ritual simplemente era la devoción a un recuerdo, un homenaje al hijo que falleció una Nochebuena.

Un accidente en aquel espléndido trineo que guardaba en el garaje. Una presencia que se fue, pero que él lucharía por conservar.

Cuando su mujer quedó incapacitada apenas salía de su habitación, tan solo el recuerdo de su hijo lograba darle sosiego. Por ello, aquel hombre decidió agarrarse a la vida, no dejarse ir. Las clases que daba a los chicos eran de piano. Había cultivado su afición a la música en su hijo, al que comenzó a dar clases desde bien pequeño, germinando en el chico una vocación que le encauzó hacia la carrera musical. Era un prometedor pianista. Convirtió su afición y talento en una dedicación más. En la sala acondicionada e insonorizada para el resto del vecindario, sus alumnos tomaban lecciones deleitando a su esposa, haciéndola rememorar lejanos tiempos infantiles que creía presentes. La música la hacía feliz.

Los fogonazos de lucidez de su mujer eran cada vez menos. Siempre recordaba cómo ella bromeaba acerca de lo diferentes que eran. Ella, como una estación de provincias, paciente y tranquila, él, en cambio, un torbellino, como la Gran Vía. Cuando su memoria se ausentaba, aquel hombre sólo deseaba que saliera algún tren desde aquella estación hasta la Gran Vía.


Y fue hermoso entender que aquellos mensajes que el hombre escribía en la nieve no iban dirigidos a mí, fue hermoso saber que aquel hombre era aún mejor que Papá Noel.


No hay comentarios:

Publicar un comentario